LA CASA DE LOS SUEÑOS DE FRISIA
Mi hija Frisia sueña con mucha frecuencia con la casa de sus abuelos, ubicada en la avenida 59 en Marianao.
En esa casa vivían mis padres Alberto y Aida, mi hermano Narciso y mis tías Lucrecia y Beatriz.
Era una casa muy larga y espaciosa que contaba con un amplio portal con balaustres, una sala, una saleta, cuatro habitaciones, un patio lateral lleno de plantas precioso y donde a veces nos parecía que veíamos duendes. Tenía un comedor donde había una mesa y un aparador de caoba pintado de color gris que atesoraba copas, vasos, tazas de café con leche y una vajilla que mi abuelo había comprado. Al final de la casa quedaba la cocina donde mi madre cocinaba platos exquisitos. En la cocina había un filtro de losa blanca y el agua que se filtraba allí era muy rica. Tenía un fregadero antiguo de porcelana y colaba el café con un colador antiguo que consistía en una tela que se colocaba en una armazón de madera, el café quedaba exquisito. La cocina era muy espaciosa y ventilada y el fogón era de carbón por eso quedaban tan ricas las comidas que hacía mi madre.
Mi madre cocinaba exquisito hacía un salpicón de pescado como para chuparse los dedos, también hacía carne de res con papas, albóndigas y unos potajes de frijoles y de chícharos espectaculares. También elaboraba tamales rellenos de carne de puerco que le quedaban riquísimos, por cierto, mi hija y mi hermana Aidita la ayudaban en el patio a pelar las mazorcas de maíz. Las frituras de malanga que hacía gustaban a toda la familia.
En el portal había dos sillones de caoba donde se balanceaban mi hija y mi madre. Los vecinos pasaban y saludaban. A mi hija le encantaba esa casa.
Mi tía Lucrecia en su habitación tenía una coqueta de caoba y allí tenía colocados pequeños frascos de cristal y una cajita de música que tocaba la melodía Torna a Sorrento, que había sido de mi tía María. A Frisia le encantaba jugar con aquella cajita mágica y con aquellos pequeños frasquitos de perfumes de vidrio tallado, aún los conserva en su casa.
En la sala había una lámpara muy bonita colocada en una de las mesitas del juego de sala, era una lámpara preciosa que tenía como base una figura de un hombre y tenía una pantalla muy grande.
Los muebles eran de cedro, una madera muy olorosa que impregnaba toda la habitación y estaban forrados de vinil verde.
A mi hija le encantaba jugar con las bolas de navidad que habían engalanado el árbol que siempre colocaba mi padre cuando yo era niña, eran bolas preciosas de colores brillantes.
Los techos eran de madera y tejas, era por ello muy fresca y ventilada. Cuando llovía, la lluvia inundaba todo el patio de la casa y todo el ambiente se impregnaba de un rico olor a humedad. El olor a lluvia nos embriagaba. De un tubo que había en el techo, caía un chorro de agua de lluvia y a la niña le encantaba bañarse en él.
Mi hermano Narci tenía una biblioteca en su cuarto, que a mi hija le llamaba mucho la atención por los libros que había. Atesoraba libros muy interesantes, mi hermano siempre ha sido un gran lector.
Los desayunos y las meriendas que le preparaba mi madre los fines de semana, los disfrutaba mucho, le preparaba café con leche, pan con mantequilla, a veces limonada, en fin, riquísimo todo.
Y que hablar de la relación especial que tenían abuela y nieta. Mi madre le contaba muchas historias de su juventud que mi hija oía embelesada, era una relación increíble, siempre se compenetraron muchísimo y se adoraban mutuamente.
Con sus abuelos paseaban por diferentes lugares de Marianao, entre ellos el anfiteatro y a un parque que tenía una fuente con luces de varios colores. Mi padre adoraba a mi hija, la recogía todos los días en su escuela de Ciudad Libertad, abuelo y nieta disfrutaban mucho de esos paseos diarios hasta su casa.
En muchas ocasiones la niña se quedaba a dormir en casa de mis padres cuando mi esposo y yo teníamos trabajo, en invierno jugaba con su abuela con el vaho que impregnaba el ambiente por las mañanas y se divertían mucho.
La niñez de mi querida niña que tuvo como marco la casa de Marianao fue muy feliz.
Tenía muchas amigas y con ellas jugaba a la suiza, a los escondidos y a disfrazarse. Una de las niñas que vivía en la casa de Santa Catalina, donde anteriormente vivieron mis abuelos, de la cual yo hablo en un cuento que escribí hace unos años, tenía unos vestidos antiguos de los años 30 y pamelas, que había heredado de su abuela, entre ellos su vestido de novia. Con estos vestidos las niñas
se disfrazaban y echaban a volar su imaginación, creían que vivían en otras épocas.
Cuando viajamos a la Isla siempre pasamos por aquella casa y mi hija evoca tantos y tantos recuerdos inolvidables que están grabados en su corazón.
Madrid, 5 de mayo de 2021
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